México:
Dinero para el clero
Por Laura Campos Jiménez *
Apenas a un mes de que la Jerarquía católica mexicana “destapó” sus cartas sobre el modelo de país que ella quiere, vale la pena hacer un recuento de estas declaraciones. Como han informado los medios de comunicación (Ver La Jornada, 9 de julio de 2007, .3), algunas de las reivindicaciones de la jerarquía católica mexicana son las siguientes:
a) Borrar todo concepto de laicidad de la Constitución Política, al pretender que la educación que imparta el Estado deje de ser laica.
b) Proponer que el Estado provea educación religiosa en las escuelas públicas.
c) Permitir la injerencia del clero en asuntos políticos, incluyendo el que los sacerdotes católicos puedan ser votados.
d) Poseer y controlar directamente medios de comunicación electrónicos
e) Oficializar la injerencia del clero en el ejército, mediante el reconocimiento de las llamadas capellanías militares, entre otros puntos.
Las anteriores peticiones, forman parte de la actual estrategia que la jerarquía católica ha arropado y por medio de la cual busca reivindicar los privilegios y canonjías que retuvo -sin contrapeso alguno-, hasta antes de la promulgación de las leyes de Reforma en el siglo XIX, proceso histórico que dio como resultado la separación entre el Estado y las Iglesias (base del Estado laico).
La jerarquía católica y sus aliados –el cardenal Norberto Rivera, la Conferencia del Episcopado Mexicano y el “Colegio de abogados católicos”–, pretenden eliminar el carácter laico del Estado, proponiendo, entre otras cosas, que el gobierno federal financie e impulse los proyectos clericales antes señalados. Entre las exigencias que la jerarquía católica presenta, destaca la siguiente: “Que el gobierno destine a la Iglesia una parte de la recaudación fiscal para su financiamiento […] Que un porcentaje de los impuestos que recauda el Estado se destinen a las arcas de la Iglesia” (Cf. Proceso, 15 de julio de 2007).
Armando Martínez, presidente de “el colegio de abogados católicos”, señaló que “sería una pequeña proporción de los impuestos que se pagan al fisco los que irían a las arcas de la Iglesia católica” (Proceso, 15 de julio de 2007). Con estas declaraciones, la jerarquía católica tiene como objetivo, dentro de su agenda política, el percibir para sus arcas una especie de “diezmo” con la intermediación del Estado. Pretende, en la práctica, que todos los mexicanos (católicos y no católicos), destinemos, como contribuyentes, una parte de nuestros impuestos para solventar las actividades materiales de la Iglesia católica como institución, sin excluir el debido pago de honorarios a sus ministros y a la burocracia eclesiástica adyacente.
Pena ajena, por decir lo menos, provocan estos despropósitos. El escenario que plantea la jerarquía católica, no sólo es inconcebible e impensable en una sociedad democrática, plural y secularizada como la nuestra, sino que, a través de una campaña de desinformación y confrontación abierta con el Estado, se apuesta a la desmemoria histórica. En palabras llanas, la Iglesia católica institucional busca la restauración del diezmo eclesiástico “obligatorio” (por la vía de la recaudación fiscal), para enriquecer aún más su estructura eclesiástica y tener más poder e influencia política en nuestro país.
Cabe recordar, haciendo un necesario recuento histórico, que el pago forzoso del diezmo a la Iglesia católica institucional, fue derogado de forma definitiva (en su obligatoriedad civil), gracias a las Leyes de Reforma, suceso acontecido en nuestro país durante la segunda mitad del siglo XIX.
A través de la historia universal, por otra parte, podemos encontrar que el pago del diezmo a la jerarquía eclesiástica, floreció durante la Edad Media, ya que éste constituía la más importante fuente de ingresos para la Iglesia católica. El diezmo, en efecto, ocupaba el primer puesto en las rentas eclesiásticas.
El diezmo no sólo se recaudaba de los productos agrícolas, sino de toda la clase de productos que podían ser objeto de diezmos: los cereales, el vino, el heno, las crías de ganados, etcétera. En el siglo IX, los concilios católicos extendieron el diezmo a toda clase de rentas, sin reducirlo a los productos agrícolas. Los fieles católicos, amenazados por el arma de la excomunión, entregaban sus diezmos a los santuarios y a los clérigos. Todo mundo estaba obligado a pagar puntualmente el diezmo, dando la décima parte de sus frutos y sus ganados. La Iglesia católica, por su parte, se encargaba de cobrar el diezmo a través del Estado, quien hacía las veces de “brazo secular” al moroso que dejaba de pagarlo.
El papa Inocencio III, en el año 1215 (durante el Concilio de Letrán), determina obligatorio el pago del diezmo en todas las diócesis católicas. El Concilio de Trento (sesión 25, Capítulo XII), por su parte, amplió el anterior decreto: “Todo el que deja de pagar el diezmo, los que lo impidan o lo sustraigan, cometen pecado mortal, incurren en excomunión de la que no pueden ser absueltos si no satisfacen o dan grandes garantías de ello, quedando privados de sepultura eclesiástica” (cf. Enrique Denzinger, El Magisterio de la Iglesia, Ed. Herder, 1963).
Si se agrega a esta forma de “recaudación financiera”, la venta de indulgencias, el pago de sacramentos, la comercialización de reliquias (aunque la mayor parte fueran apócrifas), los decomisos de bienes y patrimonios familiares por parte de la inquisición a los infelices que eran delatados y sentenciados por el “delito” de “herejía” o por ser “judaizantes” (donde se admitía el rumor y la calumnia como “elemento de prueba”), se puede documentar que en siglos de historia, la ambición de la Iglesia católica por acumular riquezas, no tuvo límites y fue por demás insaciable.
En México, el clero secular, los obispos y canónigos vivían principalmente de los diezmos y las primicias. El clero acabó por absorber casi toda la propiedad de la Nueva España, arruinando la agricultura, la industria y el comercio; la pesada contribución del diezmo, como señalaba Abad y Queipo, “no dejaba respirar al labrador”. La Iglesia católica impuso los “diezmos parroquiales” -como lo demostró el liberal mexicano Melchor Ocampo-, “para esclavizar por deudas impagables a los campesinos”. Hay que recordar que la Iglesia católica en México tenía en sus juzgados de capellanías un banco hipotecario, que prestaba a terratenientes, tanto urbanos como rústicos, al 5 y 6% de interés anual bajo hipoteca.
En este contexto, a finales del siglo XVIII, la Iglesia católica era propietaria de la mitad de los bienes raíces y tierras del país y tenía hipotecados muchos otros más, y tenía fama de explotar a sus trabajadores. Para esta época, la legislación eclesiástica establecía el cobro forzoso del diezmo, los legados testamentarios, los bienes de capellanías, cofradías, obras pías y dotes monásticas, entre otros conceptos más, que hacían de la Iglesia católica el principal propietario de la Nueva España.
Francisco Martín Moreno, en su libro “México ante Dios”, destaca que “la jerarquía eclesiástica acaparó la riqueza durante más de tres siglos […] Impidió la alfabetización de las masas y concentró la educación en los privilegiados […] Detentaba más del cincuenta por ciento de la propiedad inmobiliaria del país y tenía bancos, hipotecarias, policía secreta y cárceles clandestinas. Gozaba de exenciones fiscales, cobraba diezmos apoyándose en la fuerza pública y financió guerras, como la de Reforma, invitando a los feligreses a matar con indulgencia plenaria” (Cf. Francisco Martin Moreno, México ante Dios, Ed. Alfaguara, 2006).
El pago forzoso del diezmo, finalmente, fue abolido a partir de las Leyes de Reforma y erradicado definitivamente de nuestro país, a raíz de la separación del Estado y las Iglesias, impulsada por el presidente Benito Juárez, quien vino a sentar las bases del Estado laico en México (cf. Robert J. Knowlton, Los bienes del clero y la Reforma mexicana, 1856-1910, FCE, 1995).
La añoranza de la jerarquía católica actual por sus antiguos privilegios, como ya hemos leído, la ha llevado a buscar la “restauración del diezmo”, en primera instancia, al interior de su estructura diocesana desde hace algunas décadas. Un ejemplo de lo anterior, es el hecho de que el cardenal Norberto Rivera Carrera, titular de la arquidiócesis primada de México, ha sido un impulsor acérrimo del pago forzoso del diezmo diocesano. Norberto Rivera, en diciembre de 1996, estableció un decreto eclesial, con carácter de obligatorio, donde fijó lo siguiente: “A partir del 1 de enero de 1997, todas las parroquias, capillas y rectorías del Distrito Federal (que suman más de mil), deberán entregar el 10% de sus ingresos brutos mensuales a la arquidiócesis de México” (Reforma, 16 de diciembre de 1996).
En este decreto, publicado en la Gaceta Oficial del Arzobispado, Norberto Rivera señaló que “la medida es obligatoria y que no estarán exentas de ella las parroquias que estén en construcción o tengan gastos determinados causados por sus necesidades pastorales” (Ídem). El decreto del 10 por ciento, señala, “no hace distingo entre las parroquias de escasos y altos recursos, como las de la periferia del Distrito Federal, en Iztapalapa, o las iglesias de las Lomas y Polanco”. Por su parte, Héctor Fernández Rousselón, entonces director de Comunicación Social del Arzobispado, advirtió que el prelado “no daría información a la prensa sobre los ingresos y egresos de la Arquidiócesis”, situación que se ha cumplido al pie de la letra hasta el día de hoy. Por su lado, el padre Enrique García, ecónomo de la Arquidiócesis de México, amenazó “que los sacerdotes que no proporcionen diezmos podrían ser destituidos de sus cargos eclesiásticos” (Ídem).
Este decreto se dictó, cabe mencionarlo, a menos de un año de que el abad de la Basílica de Guadalupe, Guillermo Schulenburg, fuera acusado por personajes y medios cercanos a Rivera de no ser creyente en las apariciones de la virgen de Guadalupe. Norberto Rivera se presentó entonces ante la opinión pública como el gran “defensor” de las apariciones de la virgen y de Juan Diego. A la postre, Schulemburg dejó el cargo mientras que la Basílica, con sus millonarios recursos, pasó a depender de Rivera.
En el caso particular de la arquidiócesis de Guadalajara, el diezmo es una exigencia imponderable: De lo recolectado por concepto de donativos, limosnas, aranceles, etcétera, se deposita el diezmo en las arcas del arzobispado. El II Sínodo Diocesano así lo exige: “El sacerdote debe rendir su informe a la oficina de asuntos económicos del arzobispado en los primeros diez días de cada mes […] Es obligatorio que todas las parroquias y cuasi parroquias aporten el 10% de los ingresos ordinarios al fondo común diocesano […] Aportación puntual del 10% de los ingresos ordinarios de las parroquias” (Cf. II Sínodo Diocesano Arquidiócesis de Guadalajara, parágrafos 188 y 189).
A semejantes disposiciones, y aún más enérgicas, llegó el arzobispo de Yucatán, Emilio Berlié Belaunzarán, quien el 5 de agosto de 1997 creó oficialmente el “Consejo Arquidiocesano para la Promotoría del Diezmo”, con el propósito de que una serie de “visitantes” pasaran de casa en casa para promocionar el pago del diezmo e incluso cobrarlo (Siglo 21, 5 de agosto de 1996, p. 12).
En términos generales, esta “captación de diezmos” opera en las 18 arquidiócesis y 65 diócesis católicas en nuestro país. No hablamos aquí del porcentaje de dinero que se envía al Vaticano (en dólares), por parte de todas las diócesis del país, porque sería abundar en otro tema.
Surge aquí, por su lado, una pregunta que resulta ineludible ¿A quiénes rinden cuentas las diócesis católicas en México de las millonarias cantidades de dinero que ingresan a sus arcas por diferentes conceptos? ¿Cuándo se han rendido informes financieros a la feligresía? La población católica practicante (conformada por el 7.2 %, según recientes estudios), desconoce cuál es el estado de las finanzas eclesiásticas, qué se hace con ellas y a quien benefician en realidad. Los creyentes ignoran cuánto se reúne y a donde va a parar todo el dinero recaudado por la Iglesia. No hay transparencia en el uso de recursos, señalan.
Se tiene que llegar a situaciones dolorosas para conocer, aunque sea de una manera críptica, los movimientos financieros de la Iglesia católica en algunas diócesis del mundo. Por ejemplo, se sabe ahora que en EE UU, en los últimos años, la Iglesia católica ha pagado cerca de 1, 200 millones de dólares por concepto de indemnización a víctimas de abuso sexual por parte de sacerdotes católicos y que el dinero ha salido de sus copiosas arcas.
Se sabe también, por testimonios de diversos religiosos, de la existencia de ingresos de dudosa procedencia a las arcas de la Iglesia católica, tal como lo señaló en su momento el padre Raúl Soto, canónigo de la Basílica de Guadalupe, al referir “que más mexicanos deberían seguir el ejemplo de los narcotraficantes Rafael Caro Quintero y Amado Carrillo, que entregaron varias donaciones millonarias a la Iglesia” (La Jornada, 20 de septiembre de 2007). Por su lado, el extinto obispo de Aguascalientes, monseñor Ramón Godínez, admitió que a la Iglesia católica llegan limosnas del narcotráfico, pero que se purifican al entrar a ella: "Donde quiera se dan (limosnas del narco), en Aguascalientes y en Tepezalá, pero no nos toca a nosotros investigar el origen del dinero", (Reforma, 20 de septiembre, de 2005). Dijo, en una conferencia de prensa, tener conocimiento de dinero que ha ingresado a la Iglesia católica y que es producto del tráfico de drogas: "He conocido de casos, pero se han purificado", remató (Ídem).
Es por todo lo anterior, que la sociedad mexicana no sólo ve con desconfianza la propuesta de la jerarquía católica respecto de la “restauración del diezmo”, sino que se pronuncia por un rechazo absoluto, porque que infiere que del dinero de sus impuestos, habría partidas para gastos imprevistos, entre los cuales estarían las indemnizaciones para víctimas de abuso sexual de sacerdotes y el pago de abogados para apoyar jurídicamente a sacerdotes pederastas. El dinero destinado a la asistencia social de los mexicanos, no debe ser desviado para los anteriores conceptos. De ahí la intransigencia clerical, en su fanática embestida en contra del Estado laico, y la pugna por regresar a un modelo confesional ya superado, por fortuna, en nuestro pais.
Ante este panorama, es importante, hoy más que nunca, el enorme valor político de preservar el Estado laico en México.
Laura Campos Jiménez es historiadora por la Universidad de Guadalajara y autora del libro Los Nuevos Beatos Cristeros. Crónica de una Guerra Santa en México.
camposjimenez@gmail.com