Los crímenes de la Inquisición
El Manual de Inquisidores, de Nicolás Eymeric
Edgar González Ruiz
Nacido en Gerona, España, en 1320, el inquisidor Nicolás Eymeric es famoso por haber escrito un manual para el Santo Oficio, que enseña hasta dónde puede llegar el abuso y la crueldad al servicio de la intolerancia religiosa, de la negación del libre albedrío.
En 1396, tres años antes de su muerte, Eymeric elaboró su Manual que incorpora la sabiduría de la maldad cultivada a lo largo de una vida dedicada a perseguir con saña a los herejes, con el objetivo inalcanzable de controlar sus creencias, pues como definió Eymeric la Inquisición perseguía los “delitos del alma”.
En ese tratado, que durante siglos sirvió de guía a los inquisidores, se enseñaba cómo acosar, engañar, espiar, torturar, castigar y despojar a quienes cuestionaban los dogmas católicos y que por ello se consideraban privados de los derechos que establecían las leyes civiles.
Para hacerse sospechoso ante el Santo Oficio, bastaba con que dos testigos declararan contra ellos, con una simple delación, aunque no los acusaran formalmente. Se ocultaba al acusado la identidad de sus delatores, y estaba obligado a declarar contra sí mismo en caso de tener creencias o prácticas heterodoxas. Contra él, pero no a su favor, se aceptaba el testimonio de sus familiares y sirvientes, así como de otros “herejes”. “En causas de herejía, por respeto a la fe son admitidos los testimonios de los excomulgados, los cómplices del acusado, los infames los reos de un delito cualquiera…bien que estos delitos valen contra el acusado y nunca en su favor”. Nicolau Emeric Manual de Inquisidores para uso de las Inquisiciones de España y Portugal, Fontamara, Barcelona, 1974,
No se tenía en cuenta que los testigos se retractaran de sus denuncias. En algunos casos, el reo podía contar con un abogado, que era nombrado por el propio inquisidor. Se torturaba al reo “para apremiarle a la confesión de sus delitos” y esta bastaba para condenarle, “sin que obste que en los demás tribunales no sea bastante la confesión del reo, cuando no hay cuerpo de delito formal” (p. 43) Cuando el acusado moría durante la tortura, el inquisidor no cargaba con responsabilidad alguna, y se podían prolongar las sesiones durante varios días, alegando que era la misma, pero con “interrupciones”. Además, se creía que si el reo podía resistir al tormento era por medio de hechicerías, por lo que “siempre será bueno desnudar y visitar con escrúpulo a los reos antes de subirlos al potro” (p. 53). Cabe añadir que entre los reos los había de ambos sexos y diferentes edades.
Asimismo, el inquisidor podía con toda libertad apelar a otras “tretas”, como la de enviar algún delator que mintiendo se ganaba la confianza del acusado. Si este no confesaba, podía tener derecho a un defensor, nombrado por el propio inquisidor.
Si a pesar de tan desventajosas condiciones, no había evidencias suficientes para condenar al acusado, se le declaraba absuelto por falta de pruebas, pero no inocente, pues “en amparo de la fe, la sentencia de absolución en asunto de herejía nunca se ha de tomar como definitiva” (p. 61), por lo que el proceso se podía volver a iniciar si la Inquisición disponía de nuevos testigos.
En caso de que un condenado lograra huir, se le trataba de perseguir, incluso en otras naciones, y se declaraba que podía ser “preso, robado y muerto por cualquiera individuo” (p. 60)
Da una idea de la concepción que del mundo, de ellos mismos y de sus víctimas, tenían los funcionarios del Santo Oficio, este exhorto dirigido a las autoridades del lugar a donde se hubiera fugado el acusado:
“Este mal hombre, cometiendo más y más delitos, arrastrado de su demencia, y engañado del diablo, que engañó al primer hombre, temeroso de los saludables remedios con que queríamos curar sus heridas, negándose a sufrir las penas temporales para rescatarse de la muerte eterna, se ha burlado de Nos y de la Santa Madre Iglesia, escapándose de la cárcel…” (p. 59)
Muchos de los condenados eran despojados de sus bienes en beneficio del Santo Oficio, y cuando eran quemados, se otorgaba cuarenta días de indulgencia al público asistente a la ceremonia y tres años a los verdugos.
Pero el castigo de los disidentes no terminaba con su muerte, sino que los hijos también eran despojados de sus herencias en beneficio de los inquisidores, pues “por ley divina y humana los hijos deben ser castigados por las culpas de sus padres” (p. 71)
Y “no están exentos de esta ley los hijos de los herejes, aunque sean católicos”.
A los condenados de les privaba automáticamente de todo “oficio, beneficio, fuero, dignidad, etc”, lo mismo que a sus hijos, hasta la segunda generación “cosa justísima porque conservan la mácula de la infamia de sus padres” (p. 73). Esto alcanzaba a los hijos nacidos antes de que sus padres hubieran incurrido en la herejía.
En pasajes que nos evocan la voracidad característica de muchos prelados actuales, Eymeric se extiende en las bondades de que los inquisidores se enriquezcan a costa de sus víctimas, pues los primeros tienen, dice, las manos tenaces y estreñidos los bolsillos.
Leemos que es “siempre útil y provechoso sobremanera a la fe de Cristo que tengan mucho dinero los inquisidores” (p. 69), e incluso que reciban salarios de los ayuntamientos, pues si ese principio se aplica a los médicos y a los profesores de las artes liberales y mecánicas “¿por qué no se le ha de dar a los inquisidores que trabajan más y son más útiles?” (p. 70) Por si fuera poco, los guardianes de la fe, también podían recibir “dádivas”, pero “no han de ser de mucho valor, por no mostrarse codiciosos en demasía…” (p. 69)
¿Quiénes se hacían acreedores a los castigos del Santo Oficio?. Explica Eymeric que “todos los herejes sin excepción”, y los enumera prolijamente, incluyendo a los infieles y judíos, cuando violan las leyes cristianas, o se convierten falsamente a esta religión, aunque su decisión haya sido inducida mediante amenazas, golpes, etc; los alquimistas, hechiceros y adivinos, así como los adoradores del demonio, siempre que para invocarlo usen fórmulas de súplica y no imperativamente, pues en tal caso no sería una muestra de adoración (curiosa distinción típica de la lógica medieval).
Los blasfemos eran carne de cañón para los Autos de Fé, y aunque no se les quemaban sí se les imponían otros castigos. “Por ejemplo, uno que diga tan malo está el tiempo que Dios mismo o puede ponerlo bueno, peca en asunto de fe contra el primer artículo del Credo” (p. 101). Quien blasfemaba borracho, también podía ser castigado, dependiendo de la gravedad de su borrachera, así como “los que dicen chistes sobre la fe, Dios y los santos”.
Otro grupo de reos eran los que ayudaban a los “herejes”, así fuera dándoles de comer, y los que “ponen mala cara a los inquisidores, y los miran de reojo” (p.116)
Por fortuna, ha desaparecido el Santo Oficio con los poderes que tenía en los tiempos en que era de uso dicho Manual, pero su espíritu pervive como indica el hecho de que Ratzinger haya estado al frente de la Congregación para la Doctrina de la Fe, que es el Santo Oficio dentro del clero.
Asimismo, la jerarquía católica sigue tratando de usar las leyes para castigar a quienes cuestionan la doctrina religiosa, sean las mujeres violadas que abortan, los legisladores que las defienden, o los que aceptan la diversidad sexual.
Edgar González Ruiz
Nacido en Gerona, España, en 1320, el inquisidor Nicolás Eymeric es famoso por haber escrito un manual para el Santo Oficio, que enseña hasta dónde puede llegar el abuso y la crueldad al servicio de la intolerancia religiosa, de la negación del libre albedrío.
En 1396, tres años antes de su muerte, Eymeric elaboró su Manual que incorpora la sabiduría de la maldad cultivada a lo largo de una vida dedicada a perseguir con saña a los herejes, con el objetivo inalcanzable de controlar sus creencias, pues como definió Eymeric la Inquisición perseguía los “delitos del alma”.
En ese tratado, que durante siglos sirvió de guía a los inquisidores, se enseñaba cómo acosar, engañar, espiar, torturar, castigar y despojar a quienes cuestionaban los dogmas católicos y que por ello se consideraban privados de los derechos que establecían las leyes civiles.
Para hacerse sospechoso ante el Santo Oficio, bastaba con que dos testigos declararan contra ellos, con una simple delación, aunque no los acusaran formalmente. Se ocultaba al acusado la identidad de sus delatores, y estaba obligado a declarar contra sí mismo en caso de tener creencias o prácticas heterodoxas. Contra él, pero no a su favor, se aceptaba el testimonio de sus familiares y sirvientes, así como de otros “herejes”. “En causas de herejía, por respeto a la fe son admitidos los testimonios de los excomulgados, los cómplices del acusado, los infames los reos de un delito cualquiera…bien que estos delitos valen contra el acusado y nunca en su favor”. Nicolau Emeric Manual de Inquisidores para uso de las Inquisiciones de España y Portugal, Fontamara, Barcelona, 1974,
No se tenía en cuenta que los testigos se retractaran de sus denuncias. En algunos casos, el reo podía contar con un abogado, que era nombrado por el propio inquisidor. Se torturaba al reo “para apremiarle a la confesión de sus delitos” y esta bastaba para condenarle, “sin que obste que en los demás tribunales no sea bastante la confesión del reo, cuando no hay cuerpo de delito formal” (p. 43) Cuando el acusado moría durante la tortura, el inquisidor no cargaba con responsabilidad alguna, y se podían prolongar las sesiones durante varios días, alegando que era la misma, pero con “interrupciones”. Además, se creía que si el reo podía resistir al tormento era por medio de hechicerías, por lo que “siempre será bueno desnudar y visitar con escrúpulo a los reos antes de subirlos al potro” (p. 53). Cabe añadir que entre los reos los había de ambos sexos y diferentes edades.
Asimismo, el inquisidor podía con toda libertad apelar a otras “tretas”, como la de enviar algún delator que mintiendo se ganaba la confianza del acusado. Si este no confesaba, podía tener derecho a un defensor, nombrado por el propio inquisidor.
Si a pesar de tan desventajosas condiciones, no había evidencias suficientes para condenar al acusado, se le declaraba absuelto por falta de pruebas, pero no inocente, pues “en amparo de la fe, la sentencia de absolución en asunto de herejía nunca se ha de tomar como definitiva” (p. 61), por lo que el proceso se podía volver a iniciar si la Inquisición disponía de nuevos testigos.
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“Este mal hombre, cometiendo más y más delitos, arrastrado de su demencia, y engañado del diablo, que engañó al primer hombre, temeroso de los saludables remedios con que queríamos curar sus heridas, negándose a sufrir las penas temporales para rescatarse de la muerte eterna, se ha burlado de Nos y de la Santa Madre Iglesia, escapándose de la cárcel…” (p. 59)
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Pero el castigo de los disidentes no terminaba con su muerte, sino que los hijos también eran despojados de sus herencias en beneficio de los inquisidores, pues “por ley divina y humana los hijos deben ser castigados por las culpas de sus padres” (p. 71)
Y “no están exentos de esta ley los hijos de los herejes, aunque sean católicos”.
A los condenados de les privaba automáticamente de todo “oficio, beneficio, fuero, dignidad, etc”, lo mismo que a sus hijos, hasta la segunda generación “cosa justísima porque conservan la mácula de la infamia de sus padres” (p. 73). Esto alcanzaba a los hijos nacidos antes de que sus padres hubieran incurrido en la herejía.
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4 Comments:
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